Por: *Emilio Gutiérrez Yance*
Desde que tenía uso de razón, Julián soñaba con ser policía. Pero no era por el brillo del uniforme ni por el eco de una sirena. Lo suyo era más íntimo, más humano. Era ese impulso inquebrantable de cuidar, de estar para los demás cuando todo lo demás falla. Lo movía el deseo profundo de ser esperanza donde solo había miedo, de ser consuelo donde solo quedaba dolor.
De niño miraba a los patrulleros de su barrio como quien observa a los últimos caballeros de una era olvidada. No eran perfectos, no eran invencibles. Pero estaban ahí, de pie, cuando muchos elegían huir. Para Julián, ese gesto cotidiano era un acto de amor. Soñaba con ser uno de ellos, no para sentirse más fuerte, sino para hacerse más útil.
Entró a la academia con el alma llena de ideales y los bolsillos vacíos, como la gran mayoría de los que elegimos este camino. Aprendió a levantarse antes que el sol, a correr cuando las piernas ya no daban más, a sostener el arma con temblor y responsabilidad. Cada lección, cada caída, cada noche sin dormir, era una cicatriz que lo iba acercando a su verdadera vocación. Cuando por fin recibió el uniforme, lo sostuvo entre sus manos como quien abraza una promesa sagrada.
Julián no era un héroe de película. Era un joven de carne y hueso. Tenía sueños, una madre que lo esperaba con un plato de comida caliente, un perro que movía la cola al oír sus pasos, y una vida sencilla que amaba. Pero cada día que salía a la calle, lo hacía con la decisión serena de proteger, incluso si eso significaba no volver, hasta que un día, esa posibilidad se volvió destino.
Fue una llamada rutinaria, como tantas otras. Una esquina cualquiera, un momento cualquiera. Pero el peligro no siempre avisa. Lo emboscaron. Sin diálogo, sin tregua, sin sentido. Julián cayó cumpliendo su deber, con el corazón firme en su promesa.
En la estación, el silencio no fue solo ausencia de palabras, fue un luto que se metió en los huesos. Sus compañeros, curtidos por la calle y los años, no pudieron evitar que se les quebrara la voz. Y en su casa, el uniforme quedó colgado, con la forma de su cuerpo ausente, como esperando inútilmente su regreso.
Porque la muerte de un policía no es una estadística. Es un padre que ya no vuelve, un hijo que no responderá más llamadas, un amigo que deja un vacío imposible de llenar. Es una comunidad entera que pierde a quien velaba sus noches sin pedir nada a cambio.
Ser policía no es un trabajo: es un acto de fe en la humanidad, en el bien común, en que vale la pena luchar por los demás. En un mundo que a veces se olvida del valor del sacrificio, recordar a Julián no es solo rendirle homenaje. Es mirarnos al espejo como sociedad y preguntarnos: ¿estamos a la altura de aquellos que dan la vida por nosotros?
Hoy levantamos la voz, no con rabia, sino con reverencia. Por Julián, por su juramento cumplido, por su amor al deber. Por todos los que sueñan con proteger… y lo hacen, incluso cuando el precio es el más alto. Que su memoria nos despierte, y nos recuerde que hay silencios que gritan verdades profundas: la del honor, la del deber, la del amor en su forma más valiente.
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